martes, abril 20, 2010

La madre de todas las batallas

La madre de todas las batallas. Así definió el gobierno nacional a la gesta que tendría como corolario la sanción de la ley N° 26.522 de servicios de comunicación audiovisual ¿Pero qué significaba esta valoración para el ciudadano que en su carácter receptivo-pasivo de los patrones comunicacionales vigentes no estaba entrenado en el cotejo de las fuentes informativas, en la necesaria curiosidad acerca de la propiedad de los medios masivos o simplemente en la valoración del interes inmediato al que estos responden? Absolutamente nada.

Sobre todo porque habían sido esos mismos medios los que se encargaron durante décadas con escrúpulo y denuedo de ir configurando hábitos y conceptos respecto de lo que significaba el oficio periodístico. Por añadidura filtró en los cánones básicos asociados a la profesión una serie de estipulaciones pseudocientificas que tergiversaban el sentido común o manipulaban el miedo visceral de una sociedad ante el riesgo inmediato que supone la amenaza de la integridad física. Se entiende entonces que esos mismos receptores a merced de cierta repetición y multiplicación enmascarada a partir de la diferenciación formal sustentada en el nombre de tal o cual empresa periodística, concibieran un discurso que si bien no era idéntico al del medio mantenía cierta analogía con los valores y los enfoques de esas corporaciones.
Naturalmente la cuestión fue siempre mucho más compleja. Nunca había llegado a oídos de la mayoría de los damnificados la tesis de la aguja hipodérmica como para que los supuestos receptores-pasivos advirtieran el carácter totalizante de la massmedia y la necesidad de emancipación a partir de un pensamiento autónomo, capaz de recurrir a la fuerza probatoria del mundo como tal, en su dimensión puramente material. Era aquella tesis, por el contrario, una trabajosa manufactura académica que solo circulaba por los claustros y por tal negaba su potencialidad de neutralizar los efectos que reconoce en los medios. Sin duda más allá de su permanencia o no dentro de los límites del saber de unos pocos especializados en la materia, nunca fue tampoco del todo general pese a sus pretensiones enunciativas. Porque aceptar la idea de los receptores pasivos implicaría exonerar erróneamente a los participantes de un fenómeno social colectivo con el pretexto de un panóptico, un centro manipulador, omnipotente, omnipresente. Surge entonces el interrogante: ¿Hasta qué punto los supuestos receptores pasivos de los estilos, disposiciones y conceptos impuestos por Clarín, la Nación, La Razón son meras víctimas de una emisión central perversa, homogeneizante o, por el contrario, son partícipes de esas construcciones a las que toman como verdaderas porque refuerzan conceptos y juicios previos? Puede entenderse que la segunda idea es cierta pero también es justo indicar que la feroz concentración mediática que el modelo neoliberal impulsó durante las ultimas tres décadas con su atroz coronación en los noventa, expuso a los lectores, oyentes y televidentes a una sola voz que a su vez retroalimentaba al modelo.
Los puntos de vista que a priori se implementaron por fuerza del derramamiento sangre, la represión y la eliminación sistemática de los opositores políticos, luego se convirtieron en dogma por la ausencia de alternativas comunicacionales y la repetición a destajo de los preceptos que legitimaban y reproducían los hábitos neoliberales. Se naturalizó, por supuesto, la desigualdad social, la miseria ideológica de los sectores que aborrecían las tensiones propias del orden democrático y fomentaban la apolítica para privilegiar los beneficios del libre mercado en condiciones oligopólicas.
No obstante repetimos que estas tendencias ya existían y si se pudieron instalar solo por la acción del método de igualación y permanencia de un discurso mediático único, fue porque las había antecedido el genocidio y la posterior propagación del terror en los sobrevivientes. Esas fueron las condiciones que crearon los habitus y premisas que los medios luego reforzaban sobre los ciudadanos. Y en este punto la tesis de la aguja hipodérmica cae al vacío. Los medios refuerzan las ideas a través de la uniformidad de las opciones formalmente diferenciadas (aquello que cambia para que todo siga igual) pero su antecedente es una acción exógena al campo comunicacional que complementó, a su vez, la operación de forzar una determinada concepción del mundo. No en vano recordaba hace unos años Susana Viau periodista de Página 12 en un congreso de la UTBA que según Marx a una nación y a una mujer no se les perdona la hora de descuido en que cualquier aventurero abusa de ellas y con esa cita cuestionaba que la problemática fuera exclusivamente la concentración mediática. Se preguntaba cuál era la razón para la aceptación mansa de esta situación por más de treinta millones de personas.
Ahora podemos ver que esa hora de descuido fue en realidad la acción descarnada de la oligarquía, cuyos intereses son también los de los propietarios de los medios más notorios, y su brazo militar sobre una incipiente clase dirigente, el clasismo sindical y el movimiento obrero con la consecuente expansión del terror sobre el resto de los individuos. Los años posteriores fueron de resistencias solitarias y dispersas.
Y sí, ese sentido que le imprimió el gobierno nacional es absolutamente genuino. Es la madre de todas las batallas. Tanto porque los dispositivos simbólicos configuran e influyen en toda acción humana (de ahí la miopía de los opositores acérrimos a la ley que formulan el gracioso y estúpido reclamo de que existen otras prioridades como si estas no estuvieran formuladas desde su aspecto mas minúsculo por la palabra) como por la necesidad, irreprimible ya, de que otros actores sociales participen de la comunicación de manera irrestricta. Sentimentalmente lo anteriormente expuesto también puja por el ánimo de emitir un ditirambo a la nueva ley porque la apertura de nuevas voces anularía ese nefasto objetivo del terror de estado a partir de la destrucción cultural y material de la nación que operó primero sobre la carne y después sobre la conciencia.
Y sí, es la madre de todas las batallas. Una lucha cuyas ramificaciones rebasan incluso los atisbos que se sugieren en esta nota. Remontándose a confines que apenas imaginamos porque si bien las enseñanzas del pasado ayudan a comprender y resolver las problemáticas contemporáneas, la ley de servicios audiovisuales no guarda antecedentes. No hay memoria que la vincule con lo que ha sido. Esta ausencia hace aun más complicado calcular a ciencia cierta su potencialidad para modificar el presente y moldear el futuro.

POR: PABLO ARSEGOT

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